Al llegar se sentó junto a mi. Su cuerpo rozaba el mío, su perfume embriagaba mis sentidos, su pelo, mecido por el viento, acarició suavemente mi cara. Busqué sus ojos en vano, pero seguía estando solo, sentado junto a nadie y, más allá, el vasto horizonte, allá lejos.
Aquel día hablamos sin palabras, rozamos nuestras manos, sin mirarnos, llorando, distantes. El amor invadió débilmente nuestra vida con un vacío de ternura, de compresión y miedo. Así, durante un eterno instante.
Y se fue para siempre. Se alejó despacio mirando al suelo, sin volver la vista atrás, hasta que desapareció a lo lejos. Luego, poco a poco la luz del día se fue apagando hasta anochecer. Aún hoy, desde la oscuridad, sigo esperando la llegada del alba.
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