viernes, 28 de junio de 2013

Rayuela


Nos gustaba encerrarnos en su pequeña habitación y hablar de nuestros nuevos descubrimientos musicales y literarios. Encendíamos un Ducados y con Miles Davis, King Crimson, Henry Cow o Van Der Graf Generator sonando de fondo, comentábamos nuestro primer Llosa, nuestro segundo Márquez o nuestro tercer Sábato.

Pero nada fue comparable a aquel momento que me enseñó una novela que rompía todos los esquemas clásicos a los que estábamos aconstumbrados. Su hermano se la había recomendado (él era treméndamente inteligente para los estudios, una enciclopédia andante de sabiduría, un gurú intocable de sapiencia y cultura. Demasiado pedante para mi). Nos contó que se editó apenas un año antes de nacer nosotros, pero su concepto de lectura era completamente diferente a todo lo que habíamos leído hasta ahora. Al igual que Henry Cow, el autor había innovado su estructura y su forma de leer. Y no sólo eso, sino que ¡se podía leer de tres formas diferentes!

No dábamos crédito a lo que oíamos. Los dos teníamos que comprar el libro. Así que ese mismo sábado fui con mi padre a aquella maravillosa y céntrica librería que en vez de paredes sólo tenía inmensas estanterías llenas de libros, y compré una edición de bolsillo que aún hoy conservo. Lo leí de un tirón. Qué maravilla, no podía esperar a llegar a casa de mi amigo para comentarlo, para intentar imitar esas tertulias, para intentar soñar con la protagonista, los Gauloises, con el jazz y con esos ambientes tan admirados pero a la vez tan lejanos.

Aún hoy, ya lejos de aquella infantil y voraz ilusión por imitar un mundo que no era el nuestro, sigo admirando esa forma de escribir de apariencia tan sencilla, pero de una inmensa y perfecta complejidad. Aún hoy añoro esa inocencia soñadora. Suerte que todavía conservo esa sensación de descubrimiento en mi memoria y cada vez que ese libro vuelve a mis manos recuerdo que ese fue uno de mis mejores momentos como lector.

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