lunes, 15 de julio de 2013

La crisis del dibujante

Me gustaba dibujar, aprendí gracias a los cómics y dibujos de los grandes maestros de la ilustración, imitando su estilo y copiando sus obras. Pero siempre me costó crear desde cero. Con una hoja en blanco me sentía completamente perdido, me encontraba enfrentado al vacío y a la ausencia de ideas, vencido por la desesperación ante una mesa de comedor, en un minúsculo e improvisado escritorio lleno de juguetes, de llaves, de facturas de la luz, de folletos publicitarios y mil cosas más intoxicando mi vista y mi atención. Estaba situado en un mirador al borde de un vacío absoluto, solo, muy cerca de un peligroso barranco en el que podía caer sin remedio ni salvación.

Vista de un Cráneo,  1489
(Leonardo da Vinci)
Sentado ante una hoja en blanco que amplificaba el fuerte griterío que invadía mi improvisado despacho; mis hermanos corriendo y discutiendo a mi alrededor, rodeando la mesa, tropezando y cayendo sobre mi, uno riendo, el otro llorando de rabia. De nuevo obligado a cambiar el disco que ya había terminado, porque siempre estaba escuchando música con la excusa de buscar inspiración.

Ese vacío anunciaba mi falta de seguridad, era un oráculo que pronosticaba un oscuro y poco prometedor futuro. El inicio de una agonía interior que reflejaba briznas de mi compleja y algo arisca forma de ser, de mi inestable temperamento y mi frágil corazón.

Aunque entonces sólo veía un folio en blanco, era la visión inicial de un oscuro proceso de mutilación psicológica, que llegaba a sumirme en pequeñas crisis de depresión adolescente y conseguía nublar, un poco más, la visión de mi futuro.

Aun así dibujaba en la hoja, sin rumbo, improvisando, sin objetivo, inseguro, tal como requería mi edad, iniciaba un absurdo proceso de trabajo que consistía en dibujar y dibujar sin parar, sin meditar y sin objetivo hasta terminar, sin importarme mucho el resultado, sabiendo que aun sin ser una mala ilustración, nunca sería medianamente buena, y que el resultado pasaría a formar parte de mi extensa colección de bocetos, uno más.

Perdido en un proceso absurdamente cíclico, mi inmadurez cedía ante la evidencia. Completamente vencido, replanteaba mis estudios, mi dirección profesional, mis supuestas habilidades creativas, pero siempre quedaba en un mero planteamiento. Era mucho más sencillo mirar hacia otro lado, todavía tenía por delante todo el tiempo del mundo, y como en el jazz, creía que una buena improvisación podía convertir una mediocre canción en una obra maestra.

Afortunadamente mi camino fue reorientándose a la vez que estudiaba, y mi madurez también. La seguridad se apropió de mí y, junto con la experiencia, aprendí a pensar antes de actuar y antes de trabajar, siendo la única forma de vencer mis miedos al fracaso. Y dejé de perder el tiempo ante un folio en blanco. Aprendí que el destino puede estar escrito, pero que existen muchos caminos para llegar a él y que la decisión de escoger el correcto era sólo mía.

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