Ese día salí temprano, paseando sin prisa y saboreando el camino. Aunque todavía estábamos en primavera, la temperatura era ya muy alta a estas horas del día y el sol estaba castigando sin piedad a todo aquel que se exponía bajo su manto. Nada más llegar llamé al timbre y esperé frente a la puerta, impasible, durante cinco interminables minutos. Bajo el óxido, la mugre y las pintadas, apenas podía reconocer la puerta que tantas veces había franqueado años atrás, una puerta que hasta entonces había olvidado por completo y que pensaba que no volvería a ver jamás.
Tepeaca (Puebla), imagen de Juan Rulfo (propiedad de Clara Aparicio de Rulfo) |
Atravesé despacio el pasillo arrastrando los pies y guiándome con la mano en la pared hasta que por fin vislumbré la débil luz del salón. El sudor todavía bañaba mi frente y, a veces, me cegaba la vista. El lugar era frío y húmedo, y el aire viciado exhalaba un fuerte, aunque extrañamente confortable, hedor a moho y polvo. Un escalofrío me subió por la espalda al llegar al umbral de la habitación. Todo estaba tal como la recordaba. Aunque la escasa luz no me dejara ver mucho, me dio la sensación que era el único lugar de toda la casa que no había sufrido el paso del tiempo.
El sofá, al que tantas veces me acerqué de pequeño en busca de consuelo, de consejo, de cariño, seguía en el mismo lugar de siempre, de espaldas a la puerta de entrada y encarado a la gran ventana que daba al exterior. Y allí estaba, sentado, como siempre, con su delgada figura y su mirada inquisitoria. Con su dura fachada de corazón sensible e inteligente. Al entrar tropecé, con mi aconstumbrada falta de agilidad, con una silla que se encontraba junto a la puerta, pero el golpe, curiosamente, no produjo ningún ruido. Todo estaba sumido en un grave y severo silencio.
Tomé asiento en el pequeño taburete, situado junto a él. Su rostro, impasible, miraba fijamente la ventana, aunque el cristal estaba tan sucio que era imposible que viera nada a través de él. Volví a preguntarme por qué se encontraba tan oscura la habitación, cuando todos los cristales de las ventanas estaban al descubierto. Intenté decir algo, pero me fue imposible. Busqué su mirada, pero él se limitó a encender un cigarrillo y a inhalar el humo y expulsarlo por la boca y la nariz. Tras descansar su brazo en el sofrá giró la cara y me miró fijamente. Su rostro estaba menos delgado, y sus grandes gafas seguían reflejando la oscuridad que nos rodeaba. Su mirada vacía atravesó la mía. El olor del tabaco empezó a inundar la habitación. Se quedó así, mirándome, sin pestañear, sin hablar, sin fumar.
No sé el tiempo que llegó a pasar, pero fue mucho. Todo aquello que quería decirle se quedó en mi interior, no pude articular palabra, él tampoco. La oscuridad fue aumentando, hasta que todo entró en penumbra. Cuando fui incapaz de ver nada me levanté, fui hacia el sillón, pero él ya no estaba allí. Tampoco volví a ver a la anciana, ni pude salir de nuevo al pasillo. Aún hoy me encuentro en esta estancia de la que ni puedo ni quiero salir.
Todos los días, sobre las doce, solemos encontrarnos. El fuma, yo le miro, él me mira. No somos capaces de decirnos nada. La verdad es que he dejado de hablar, al igual que él. Ayer me sonrió, creo que empezamos a entendernos. Mañana intentaré decirle que le quiero. Aunque no creo que pueda. Es hermoso este silencio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario